Si uno observa el debate climático desde cierta distancia —como quien contempla un paisaje desde la loma— verá una escena recurrente: el dedo suele apuntar hacia el campo. Allí están las vacas, los cerdos y los pollos, acusados de ser los grandes responsables del cambio climático. “El problema está ahí”, dicen algunos, con una seguridad que no siempre coincide con la complejidad del asunto.
En este escenario surge la voz de quienes conocen el campo de primera mano.
Defensores del mundo rural sostienen que culpar al ganado por gran parte de la catástrofe climática es un error. Señalan que las políticas sobre metano y nitrógeno, si no se aplican con cuidado, pueden amenazar la supervivencia de familias enteras que viven del pastoreo, la avicultura y la porcicultura. “Si no cuidamos nuestras emisiones biogénicas, desaparecerá el pastoreo natural y con él, un modo de vida que también protege la tierra”, dicen.
La ciencia, más neutral y pausada, señala otras cosas.
El metano es un gas potente en el corto plazo, y reducirlo ayuda a frenar el calentamiento. La agricultura genera gases complejos y cambios en el uso del suelo, pero incluso las granjas más eficientes dejan una huella que hay que reconocer. El problema surge cuando el sector animal se convierte en el único señalado, como si fuera un villano de un relato moral. Otros sectores, mucho más grandes en emisiones y rara vez criticados, merecen también atención:
La producción de cemento, que genera enormes cantidades de CO?.
La siderurgia, que depende del carbón y libera toneladas de CO?.
La petroquímica, con su gran consumo energético y emisiones.
El transporte marítimo, que emite azufre, CO? y partículas a gran escala.
La aviación civil, pequeña en volumen, pero potente en efecto climático.
La generación eléctrica a base de carbón, la fuente más usada y sucia en varios países.
Comparado con esto, el sistema agropecuario no es el gran monstruo.
Dentro de él, la avicultura y la porcicultura, aunque no produzcan metano entérico, sí generan óxido nitroso, amoníaco y estiércol en grandes volúmenes, junto a una demanda de soja y maíz que implica fertilizantes, transporte y cambios en el uso del suelo.
En ese espacio entre campo y ciudad aparecen las ONG ambientales.
Imprescindibles para visibilizar crisis ecológicas, pero dependientes de fondos que requieren mensajes impactantes. La indignación surge rápidamente ante una granja porcina, mientras que la fábrica de cemento apenas aparece en los titulares. Así, cada actor acusa al otro: ONG al agro, agro a las ONG, científicos a ambos y gobiernos según la presión mediática.
Entonces, ¿quién dice la verdad?
¿El ganadero que ve en juego a su familia? ¿El avicultor que ha reducido amoníaco con nuevas tecnologías? ¿El porcicultor que optimiza la alimentación y eficiencia? ¿El científico que pide rigor? ¿La ONG que alerta para proteger lo que ama? ¿O el ciudadano que intenta elegir lo correcto con la información que tiene?
La verdad no está en uno solo. Aparece cuando reconocemos que todos tienen algo de razón, miedo y algo que perder. El clima no se salva señalando culpables preferidos. Se salva mirando el cuadro completo: sin héroes, sin mártires y sin villanos convenientes.
Cuando dejemos de buscar a quién culpar y empecemos a pensar en qué cambiar, la verdad, silenciosa hasta ahora, finalmente se hará escuchar.